Cuentos

Un día soleado y aromático de diciembre del año 1939, en la Ciudad de Los Confines, lloró y percibió por primera vez este soñador.

De ahí a la tierra roja de cerros, montes, abundantes trigales y verdes praderas con olor a toronjil y madreselvas: Collipulli, donde una escuelita de adobes me regaló mi primer libro “El Ojo”.

Por el balceadero de Negrete, con miedo, atravesamos el hermoso e imponente río Bío Bío, para llegar a Los Angeles, el día patriótico de mayo del año 50; nos acogió con sus cordillera hermosamente nevada y sus veredas angostas.

 El ahora inexistente barrio estación de Los Ángeles, con sus locomotoras a vapor y humo con olor a carbón de piedra; jugando al trompo, a las bolitas, al volantín y otros pasatiempos ya idos; vio ocurrir mi despreocupada niñez.

Frente a la tranquila, romántica y sombreada de tilos Plaza de Armas, en el Liceo de Hombres, profesores, compañeros, materias, notas de dos colores, moldearon mi adolescencia.

Ocupé los cuatro mejores años de mi vida en Temuco, para estudiar y madurar. De regreso comienzo a ejercer mi profesión de Técnico Agrícola en la administración pública por muchos años.

Así estudiando, trabajando y formando una hermosa familia, destino parte de mi tiempo a aprender a escribir, para sentir completa mi existencia.

 

NOCHE OSCURA

El moderno bus “Vía Sur” avanzaba con dificultad por la intensa lluvia, aquella oscura noche de invierno. En el interior, apretujados, la mayoría estudiantes universitarios que viajaban de Temuco a Los Angeles de vacaciones.

            David, incómodo y molesto porque no le gustaba viajar de noche, el bus, como de costumbre, llevaba gente de pie; además la mezcla de olores le mareaba y por último se había perdido el partido Chile Rusia que se jugaba aquí en Chile, era un real acontecimiento, pasarían siglos antes de nuevamente sede de un campeonato mundial de fútbol.

            La señora gorda que tenía como vecina, por exceso de calefacción transpiraba a mares y hacía rato que la había abandonado el “Dolipen”, insistía en contarle los por menores de su triste vida. David, lo único que deseaba era descansar y para no seguir soportando la chillona verbosidad de la gorda, simuló dormir.

            Pensó que llegaría tipo dos de la madrugada, estaría lloviendo y a pesar de que el terminal está sólo a tres cuadras del Barrio Estación, donde viven sus padres, llegaría igual empapado.

            En esas cavilaciones estaba, cuando sintió un golpe en el hombro izquierdo, abrió los ojos, era su compañera de viaje: se había quedado dormida y estaba cómodamente instalada; no pudo dejar de mirar sus prominentes pechugas, que como tentadora fruta se movían, tratando de salir de su delicado envoltorio. Suavemente, reinstaló a la gordita para evitar los malos pensamientos que le provocaban el rítmico baile de las gemelas con el movimiento del bus.

            Aburrido, se entretuvo escuchando el acompasado ruido de la lluvia y el viento que golpeaba el vidrio, como palillos semejante al sonido de batería llevando el ritmo de jazz .

            Por fin llegó al terminal, la lluvia había pasado, se puso su chaquetón de castilla y su sombrero tipo tirolés; retiró su bolso, parecido al de los marinos y salió a la calle. No se veía un alma, apuró el tranco por la Avenida 21 de Mayo. El ramaje de las acacias tapaba la tímida luz de las ampolletas del alumbrado público.

            Caminaba pensando que al día siguiente vería a sus amigos con los que pasó los más entretenidos días de su niñez; repasaba las facciones de cada uno e imaginaba como se verían ahora convertidos en hombres.

            Hasta ahí llegaron sus pensamientos, de pronto, de entre los troncos de los árboles, como por  encanto, aparecieron tres individuos. Rápidamente lo acorralaron, poniéndole unos filosos cuchillos en la garganta.

— ¡Este es un asalto! – gritó uno con voz aguardientosa.

— Si te portai bien no te calamos na’ – agregó otro con voz de pito.

El último que parecía ser el jefe ordenó:

— Ya mis tremendos, traajéenlo rapidito, déjenle los calzoncillos y los calcetines pa’ que no le entre cotipao – agregó en tono de burla.

Cuando estaban terminando la faena, el viento movió la rama que tapaba el foco, la luz dio de lleno en el rostro trémulo de David.

— ¡Compadrito! ¡Flaquito erai tú! Etá tan oscuro que no descubrí tu cara.

— ¡Lagartija! ¡Huevón! ¡Casi me cago de miedo! Que bueno que seas tu – exclamó David tiritando de miedo más que de frío.

— Ya grigones, vístanmelo como celaje pa’ que no le dé pulmonía a mi amigo Méndez Luna y pa’ tapar mansa metia e pata lo llevaremos al Sur, a manduquearnos un caldo reponeor, con tintolio y harto ajisoleo – agregó el Lagartija , muy  suelto de cuerpo.

 

Deja un comentario